He quedado a las cinco con mi amiga
Elena, en la puerta de esa cafetería vieja que tanto me gusta. La conozco
demasiado para saber que no llegara a esa hora, así que me acompaño de un libro
y la espero dentro, en la mesa que está
al lado de la ventana.
Tiene unas cortinas de flores, de las que encontrábamos en casa de nuestras abuelas cuando éramos niñas. El lugar no tiene mucha luz, lo hace más acogedor y romántico. Siempre he querido traer a algún enamorado a ese rincón apartado, pero están escasos y antes caduca el café.
Tiene unas cortinas de flores, de las que encontrábamos en casa de nuestras abuelas cuando éramos niñas. El lugar no tiene mucha luz, lo hace más acogedor y romántico. Siempre he querido traer a algún enamorado a ese rincón apartado, pero están escasos y antes caduca el café.
Llega el camarero, el mismo que me ha
atendido en otras ocasiones. Ha preguntando por el libro que estoy leyendo y
eso que aun no lo he sacado del bolso. Me siento como esas solteronas a la que
solo le preguntan por sus gatos.
Después de las respuestas educadas se va
a por el café. Me dejo llevar por el lugar. Las lámparas son arañas con tulipas
en forma de flor. La madera de las mesas es oscura por el paso de los años y
las sillas cojean un poco al sentarse
por el desgaste de los tacos. En la esquina un
Señor con cara de pocos amigos. Hemos cruzado la mirada y mi sonrisa lo ha
espantado, a saber que vio. Mas allá hay una pareja, pero el lugar no ha hecho
mella en ellos porque parece que discuten. Llega el café y me relajo. Abro el
bolso y saco el libro. Debería haber escogido uno que su titulo fuera “el colmo
de la paciencia”.
Después de casi una hora llega triunfante ella, toda glamurosa, entrando igual que una actriz por la alfombra roja. Mi cara ya es un poema, así que automáticamente se prepara y me lanza atropelladamente por su tardanza, mil excusas todas conocidas. A todo esto tiene que causarme pena que su color de labios y su vestido no combinen, yo que voy en vaquero, playeras y una chaqueta que ha visto tiempo mejores, por no decir de mi pelo, es tan rebelde que a veces prefiero pasar de él y no peinarme.
Después de casi una hora llega triunfante ella, toda glamurosa, entrando igual que una actriz por la alfombra roja. Mi cara ya es un poema, así que automáticamente se prepara y me lanza atropelladamente por su tardanza, mil excusas todas conocidas. A todo esto tiene que causarme pena que su color de labios y su vestido no combinen, yo que voy en vaquero, playeras y una chaqueta que ha visto tiempo mejores, por no decir de mi pelo, es tan rebelde que a veces prefiero pasar de él y no peinarme.
Se sienta, me mira a los ojos y como si
fuera lo más normal del mundo me dice que tiene que irse, que ha quedado con un
chico. Cuando el color de mi cara comienza a cambiar a rojo le suelto que
porque no me llamo en vez de tenerme una hora esperando. Tengo que oír que no
entiende cual es el objeto de mi enfado, que gracias a ella he salido de casa y
dejado mi vida de solterona. Si el camarero no llega en ese momento creo que
sus labios habrían encontrado el color exacto de su vestido.
Pido la cuenta. La pareja ha dejado de
discutir para observarnos, el Señor de cara de pocos amigos, ahora me mira
espantado no sé si porque piensa que voy a explotar o por los comentarios estúpidos de mi
acompañante. Ella va detrás de mí cuando salgo de la cafetería, no pienso
despedirme. Me llama y trato de ignorarla. ¿A dónde vas? Levanto la ceja de
incomprensión total y suelta: necesito que me lleves donde he quedado, el coche
no me funciona.
No sé si me volví loca o que, solo le
dije que era imposible, había venido acompañada de mis libros y no podía
dejarlos colgados. Gire y me fui con viento fresco.
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