Hay días más fáciles que otros para morir. Te pasas días, semanas o meses ideando como hacerlo, buscando el momento justo para ello. Pero cuando llega ese instante ni siquiera te acuerdas de todo lo planeado, sigues un impulso irrefrenable sin pensar en nada más.
Eliges el mar porque es donde encuentras paz. Te adentras en él hasta que el agua cubre tus hombros y sigues un poco más. Lo notas en tu boca. Sientes la sal en tus labios y empiezas a toser. Tu mirada está perdida en ese punto del horizonte donde quieres llegar, el descanso para tu tortura. Sigues hasta que el agua cubre tu cabeza. Abres los ojos ante la angustia inesperada del agua entrando en tus pulmones. Ya no hay marcha atrás. Pataleas intentando respirar pero has elegido el mar para no arrepentirte, no sabes nadar.
Es invierno, hace frío y llueve. Desearías quedarte en la cama pero sabes que no puedes así que te levantas con el ánimo por los suelos y deseando volver al calor de esas sabanas que acabas de abandonar
Te pones en marcha con tu calma habitual. Tienes toda tu vida organizada, cada minuto: ducha, cama, café, leer y luego trabajar.
Llegas al trabajo y eres como un mecanismo al que ponen en marcha. Enciendes el interruptor y eres toda sonrisa, movimiento, actitud. Pareces un cumulo de energía en medio de una pasividad irritante y te desespera ver la calma con la que trabajan otras personas. En tus prisas quieres arrebatarle de las manos sus papeles y hacerlos tú para terminar antes ¿pero para qué?. Cuando llegue la hora de volver a casa te encontrarás en tu sillón con la mirada perdida en las cuatro paredes que se cierran ante tu desidia y soledad, donde toda la energía se acaba y te conviertes en un vegetal de la tarde.
Te quedas esperando que un día cambie las cosas pero tú no pones nada de tu parte porque te has rendido. Te enfureces, te desprecias y sientes la pérdida de la vida. Dan igual las razones o las personas que te han convertido en eso, es tu actitud ante la rendición de tu vida lo que te hace enfadarte y no buscar una solución a toda esa tristeza acumulada.
Por eso cada noche antes de acostarte ideas una forma de acabar con tu tristeza crónica.
Tirarte por un balcón no te entusiasma. El aspecto no es el que deseas para tu final con todos tus sesos aplastados y esparcidos por el suelo, aparte del inconveniente de arrepentirte en el último momento.
Una sobredosis de pastilla sería mucho más relajado pero y ¿si en el momento cumbre te arrepientes y llamas a alguien para que te rescate? Para que después, al intentar salvarte, te quedes como un vegetal donde todo el mundo puede vapulearte sin remordimiento porque eres un estorbo. Sería una vejación para mí, no quieres que tu cuerpo quede en el limbo de este mundo.
Después de tantas elucubraciones, piensas ¿y el mar? No sabes nadar. Es tu sitio preferido de siempre donde era capaz de sonreír sin fingir. A una hora adecuada, para cuando intentaran salvarte sería tarde. Empiezas a poner en marcha tu plan y acudes cada día a distintas horas para elegir el momento oportuno.
Planeas y planeas pero te falta el valor para hacerlo. Has puesto tus cosas en orden, sabes que es cuestión de decisión a falta de ese instante de valentía, de locura que te haga decidirlo.
Y un día, sentada en la orilla, justo en ese momento en que no lo planeas te levantas sin pensar y caminas hacia el horizonte que te espera. Entonces comprendes que vas camino de tu lugar. Sientes el abrazo de las olas y te dejas acurrucar en un sueño que no tiene despertar.
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